30 de enero de 2009

Un semestre con el profesor Cabrera

Abro mi correo-e de gmail y me sorprende el mensaje colectivo de Carlos, mi alumno de la Escuela de Ciencias de la Comunicación. Al igual que sus compañeros del Quinto Año, es un cuasi-periodista. Y con los últimos estertores de estudiante, pasea su cuerpo por los pasillos de la Facultad. Su rostro me recuerda al “Comegato”, amigo de Condorito, el célebre comic chileno.

El título de su correo-e dice: "Un día con Edilberto Cabrera". ¡Vaya sorpresa!

Mientras devoro el e-mail de Carlos, me rasco la cabeza sobre una zona que no me pica ni molesta. Termino. Quedo inmóvil, sintiendo en las yemas de mis índices los guioncillos que se elevan sobre las letras "efe" y "jota" del teclado.

"Estas pensando en el sonso-vacio, papá", me diría Mauricio. Pero no. Estoy más atento que nunca. Distraído no es equivalente a tener la mente en blanco. Distraído es prestar atención a un hecho más importante de todo cuanto —en ese preciso instante— ocurre en el mundo. Yo estoy pensando en las cosas que, cual mosquitos de pantano, deben estar revoloteando en la cabeza de Carlos. Pienso en él, y me reconozco. Me veo cuando estudiante, en las aulas de la Universidad San Agustín de Arequipa.

En aquellos días, las lecciones de mi maestro Sergio Nieves Núñez (que en paz descanse), ilustre Decano y brillante Abogado penalista, me dejaban haciendo surfing sobre las olas de mis curiosidades.

Al término de sus clases, me abrumaba una ansiedad que sólo se extinguía cuando, jadeante, llegaba a la Biblioteca Central, en el primer nivel del museo de la UNSA. Allí, entre páginas amarillentas y empastes de cuero, buceaba tras las huellas de la teoría de los "fractales" y el "chiche peludo"; de "Schopenhauer" y los escritores "malditos"; de la "teoría de la causalidad" y la "indeterminación"; temas que, fuera del silabo, mi maestro deslizaba subrepticiamente con devoción de seminarista franciscano.

Sí. Él era un gran penalista y yo un mozuelo veinteañero, que soñaba ser (algún día) un eficiente civilista y (¿cómo no?) un escribidor de ficciones. Sin embargo, aun cuando la sumilla de su curso estaba lejos de aquellos temas, mi recordado "sensei" Sergio Nieves alimentaba todo eso. Y sólo de cuando en cuando, me hablaba de Derecho Penal.

¡Cuánto aprendí de él! Me dio todo lo que un discípulo puede esperar de su maestro: motivación, datos certeros, pistas y retos. El especialista en Derecho Penal sentó los cimientos de mi vocación por el Derecho Civil, pero sobre todo ordenó mis preferencias literarias. ¡Qué irónicos son los caminos de la Universidad!

Algo de todo eso creo que está viviendo Carlos. Aunque, claro, estoy lejos de ser su maestro. Soy, tal vez, un profesor. Un profe, simplemente. Pero, un profe urticante, un profe ambiguo, que enseña y oculta, un profe que se divierte huyendo del silabo, un profe que goza sembrando dudas y picando la modorra académica de los estudiantes.

Sí, algo de todo eso creo que soy. Me reconozco como alguien que, en la Escuela de Derecho, empieza hablando del "Acto Jurídico", y termina preguntando a los muchachos: ¿Cuántas veces al día piensan en el "Acto Sexual"?, mientras las alumnas arquean las cejas y los varones, cínicos, sólo atinan a bajar las miradas.

Soy alguien que, en la Escuela de Ciencias de la Comunicación, dice que la "Costumbre" es la repetición crónica de ciertos hechos con vocación de obligatoriedad, y concluye diciendo que la "Crónica" es (Juan Villoro, dixit) el "Ornitorrinco de la prosa", pues, de la novela tiene la condición subjetiva y la capacidad narrar desde el mundo de los personajes; del reportaje, el dato exacto; del cuento, la necesidad de contar una historia en un espacio corto; de la entrevista, los diálogos; del teatro moderno, la forma de montarlos; del ensayo, la posibilidad de argumentar; de la autobiografía, el tono memorioso y el relato en primera persona, y un largo e-te-ce.

Creo que ese entuerto, que a veces me arrastra y que, muy fresco, pretendo llamar "clases", cautiva a Carlos. Pero tanto él como sus compañeros se dan cuenta: Este profe no tiene nada de Abogado, piensan. No los culpo.

No tengo nada de Abogado. No, por lo menos, cuando viniendo de la "Laguna del Derecho", me detengo irreverente ante la "Fosa de las comunicaciones". Y pregunto punzante a los chicos:

—¿Conocen a Jonh Lee Anderson? ¿Conocen a Riszard Kapuscinski? ¿Conocen a Gay Talese, verdad?

Y frente al silencio que cae pesadamente sobre el salón, agrego entre sarcástico y apenado:

—¿No? ¿Nada? ¿Ustedes, hombres de las comunicaciones? ¿Y de los contemporáneos qué saben? ¿De Juan Pablo Meneses...? ¿De los peruanos...? ¿De Julio Villanueva Chang, Daniel Titinger, Juan Manuel Robles, Marco Avilés, Gabriela Wiener? ¿Nada, nada de nada...?

No los culpo. Al final de cuentas, todos tenemos derecho a no saber. Pero hay algo que Carlos y sus compañeros no sospechan, especialmente cuando esos silencios se apoderan del salón: ¡Les tengo envidia¡

Sí. Les tengo una feroz envidia por las horas que disfrutarán leyendo y aprendiendo de las crónicas de guerra Jonh Lee Anderson ("La Caida de Bagdad"), las crónicas tercermundistas de Kapuscinski (en Africa y Europa del Este), los arrobadores perfiles de Gay Talese ("Frank Sinatra está resfriado", "Hugh Hefner: Un play boy enamorado"). Les envidio porque no han vivido la angustia que se apoderó de mí cuando cerré la última página de SEXOGRAFIAS de la "Gonzo" Gabriela Wiener, o DIA DE VISITA del "educado" Marco Aviles, o LA VIDA DE UNA VACA del "ecologista" Juan Pablo Meneses, o LIMA FREAK del "detallista" Juan Manuel Robles, o GRANDES SOBRAS del "provocador" Beto Ortiz.

Si. Les envidio casi hasta el paroxismo, muchachos. Gocé leyendo aquellos relatos de no-ficción. Inclusive, más que, cuando adolescente, cayeron en mis manos las obras ficcionarias de los Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Honore de Balzac, Dostoiesvki, entre otros. Les envidio, muchachos, porque sentirán aquellas maravillosas emociones. Pero, sobre todo, porque esas vivencias nunca jamás se repetirán en mí. (Edilberto Cabrera: El cazado).