1 de mayo de 2009

Candidato a la presidencia

Veinte años después, mi amigo Carlos no ha cambiado mucho. Tiene el rostro castigado por el sol, la barba crecida y el cabello desordenado. Su caminada, chueca y apurada, es inconfundible. “Loco”, le decíamos en el barrio. Y la vestimenta sucia y la pinta de orate que ahora luce, parecen confirmar que la razón le ha sido más esquiva durante este tiempo.

En plena avenida Venezuela y en medio de la muchedumbre, me detengo para saludarlo. Pero cruza sin dirigirme la mirada. Antes de que se pierda, le digo:

—Hola, Carlos…

No me escucha.

—¡Carlos Torres!, —le grito. Sigue caminando inmutable.

Sorpresivamente, gira sobre sí. Me clava sus ojos. Y viene hacia mí. Ahora, siento su oloroso aliento. En actitud de saludo, me estira la mano. Y sin rodeos dice:

—¡Te invito a la Plaza de Armas! ¡Este domingo!

Quedo confundido, no me reconoce y me invita.

—¿A la Plaza de Armas…? —le pregunto con voz aflautada.
—¡Sí! A la Plaza de Armas, voy a izar la bandera —replica con tono firme.
—¿Y por qué izaras la bandera…?
—Es que soy candidato a la presidencia, pe —contesta con seriedad.

Carlos está más loco que antes, se me ocurre.

—No faltes, pe —agrega cortante. Y se va.

Pobre Carlos, está más viejo y más loco, pienso un vez más. De pronto, se detiene y vuelve sobre sus pasos. Amenazante, se para frente a mí. ¿Ahora qué?

—Edilberto —me dice muy serio—. No faltes. Este domingo, te espero en la plaza de armas.

Acto seguido, se marcha. Antes, me guiña un ojo, y en su rostro se dibuja una sonrisa, una sonrisa socarrona.