Veinte años después, mi amigo Carlos no ha cambiado mucho. Tiene el rostro castigado por el sol, la barba crecida y el cabello desordenado. Su caminada, chueca y apurada, es inconfundible. “Loco”, le decíamos en el barrio. Y la vestimenta sucia y la pinta de orate que ahora luce, parecen confirmar que la razón le ha sido más esquiva durante este tiempo.
En plena avenida Venezuela y en medio de la muchedumbre, me detengo para saludarlo. Pero cruza sin dirigirme la mirada. Antes de que se pierda, le digo:
—Hola, Carlos…
No me escucha.
—¡Carlos Torres!, —le grito. Sigue caminando inmutable.
Sorpresivamente, gira sobre sí. Me clava sus ojos. Y viene hacia mí. Ahora, siento su oloroso aliento. En actitud de saludo, me estira la mano. Y sin rodeos dice:
—¡Te invito a la Plaza de Armas! ¡Este domingo!
Quedo confundido, no me reconoce y me invita.
—¿A la Plaza de Armas…? —le pregunto con voz aflautada.
—¡Sí! A la Plaza de Armas, voy a izar la bandera —replica con tono firme.
—¿Y por qué izaras la bandera…?
—Es que soy candidato a la presidencia, pe —contesta con seriedad.
Carlos está más loco que antes, se me ocurre.
—No faltes, pe —agrega cortante. Y se va.
Pobre Carlos, está más viejo y más loco, pienso un vez más. De pronto, se detiene y vuelve sobre sus pasos. Amenazante, se para frente a mí. ¿Ahora qué?
—Edilberto —me dice muy serio—. No faltes. Este domingo, te espero en la plaza de armas.
Acto seguido, se marcha. Antes, me guiña un ojo, y en su rostro se dibuja una sonrisa, una sonrisa socarrona.
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1 comentario:
Pos asi cualquiera es presidente. Alucinando. Jajajaa...chistoso el post...
SaLuDoS a ToDoS..
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