9 de marzo de 2009

Sigo pensando en ella...


“¿Buenos días, puedo pasar?”, me dice una acariciadora voz desde el dintel de la puerta de mi oficina. Levanto la mirada y veo a una dama imponente. Viste un impecable sastre negro, que oculta las cuidadas formas de su cuerpo. Me incorporo atento. Estiro la mano en señal de saludo y diciendo: “Buenos días. Adelante, por favor”. Resuelta, me corresponde. La invito a tomar asiento. Lo hace con un talante digno. Instalada frente a mi desordenado escritorio y a dos manos, se quita delicadamente los enormes lentes "Prada" que la ocultaban en el anonimato. La reconozco, ¡es doña Flor, mi gran jefa!

Tranquilamente, levanta el rostro. Y relucen ante mí sus enormes ojos pardos. Ellos no me miran, me hipnotizan. Su faz, blanca y delicada, resplandece en contraste con la vistosa blusa negra que destaca su personalidad madura. Su boca es pequeña. Y sus labios, carnosos y sensuales. Es bonita, más aún ahora que ensaya una sonrisa dulce y seductora. Los cabellos, negros y alisados, no caen más allá de sus hombros. Sendos aretes de perlas marmoleadas penden relucientes de sus delicadas orejas. Una fina cadena cartier yace sobre su escotado pecho, y se oculta en la comisura que forman sus ensoñadores senos.

Se arregla la cabellera con la mano derecha y calculado desdén. Y ahora se ve preciosa. Me doy cuenta que lleva en la muñeca una rígida pulsera de oro. Nada hace presagiar que bordea los cincuenta años de edad, salvo esas líneas dibujadas en el cuello que, tercas y cargosas, se resisten a desaparecer. (Por: Edilberto, el "cazado")

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