24 de marzo de 2009

Una piedra, un Inca.


Jadeante, Luis decide reposar al filo del angosto camino, en las alturas del pueblo de Pisac, Cusco. Sentado sobre un filón de piedra y venciendo el vértigo que sugiere el abrupto precipicio, contempla los milenarios andenes Incas que, en perfecta alineación, descienden hacia el valle. Al fondo, entre el verdor de la campiña, el imponente río Urubamba se desliza cual robusta boa monocromática. Y el reluciente Sol andino parece bañar el gélido horizonte. Extasiado, se entretiene con aquel paisaje. No obstante, percibe que una sombra con estampa de turista cruza tras de si. No le interesa.

Tras un relajante descanso, se incorpora. Decide proseguir hacia su destino final, el pequeño “Intihuatana”, reliquia arqueológica que yace en la cima de la montaña. Luego de cinco minutos de caminata cuesta arriba, se cruza con una mochila tirada sobre el polvoriento suelo. “Debe pertenecer a quien pasó tras de mí, mientras contemplaba el valle”, especula con inocencia. La recoge y continúa, sin sospechar que allí se esconde la misteriosa piedra tallada “Alma Inca”, la misma que portaba el arqueólogo Hiram Bingham, en 1912, antes de arribar con la expedición de la “National Geográfic” a la mítica ciudadela de “Machu Picchu”, en la espesura de la Selva peruana.

Luis no puede imaginar que, a partir de ahora, su destino ya no le pertenece. Tampoco, que esa piedra lo llevará al norte, a más de mil kilómetros de distancia, a las desérticas tierras del "Señor de Sipán". (Por: Edilberto, "El cazado").

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